martes, 22 de noviembre de 2011

pseudo coplas de moralitura

El título de estas pseudo coplas merece una breve explicación. Sucede que un profesor ya clásico de mi escuela, ex leyenda ex perta en el tema mapuche, siempre ha destacado por hacer clases pésimas. Y lo digo en serio, son horriblemente malas, es un fiasco como docente. Más allá de la tristeza de ser formado por gente así, uno se pregunta cómo es que estos personajes se apernan en puestos de poder del mundo académico. El caso de Rufino es claro: su gran capacidad discursiva, aprendida, precisamente, de la potente oralidad del mundo mapuche, sobre todo aquella que demuestran sus autoridades, las cuales destacan por el alto nivel discursivo que alcanzan en ceremonias y/o reuniones. Morales, en clases, no dice nada, pero habla, habla y habla, suscitando odio y admiración en partes casi iguales (porque a veces gana el odio). Gran capacidad de convencimiento cuando no se lo conoce y gran capacidad de aburrimiento cuando ya es conocido, le han otorgado el rol de "(M)oralitor" de la escuela, no porque transmita la palabra de los ancestros, sino que solamente por jugar con un concepto que recalque su condición mapuchista, pero en una versión muy suya. Así nacen estas coplas, creadas en medio de una de sus clases, intentando plasmar el mundo moralista que lo envuelve, he aquí Rufino Morales:


Rufino Morales
estanciero cordillerano
serrano desgraciao'
no sabe dónde está parao'

Cantor y justiciero
no lo pesca ni su perro
de política ni hablarle
pondrá peros hasta hartarte

Comunismo libertario
es destino necesario
después de ello Don Rufino
buscará garrafa e' vino

Emborrachao' por el mundo
se joteará a unas niñas
hasta quedar como bulto:
vuélvase a su fundo

(la 2° y última estrofas
fueron posteriormente cambiadas,
porque la versión improvisada
pecó de mal elaborada)

jueves, 17 de noviembre de 2011

domingo, 13 de noviembre de 2011

II

Era el mismo asiento forrado de cuero, desplegable, de todos los días, pero no era un día cualquiera, el asombro y las risas asomaron, tímidamente al principio, cruelmente después, y el piso estaba lleno de rastros de comida, pegajoso y resbaloso. Antonio no recuerda la primera vez que fue de ese modo al colegio, pero sí lo que ello implicó. Una suerte de independencia dependiente, si es que ello es posible, de la que se jactan los afortunados. En realidad la fortuna dependía de la distancia en que estuviera la casa propia, porque si era muy lejos se podían pasar horas sobre la máquina amarilla, tarde y mañana, escuchando programas de radio cuyas cuñas los niños ya eran capaces de reproducir de memoria a fuerza de la obligada audición diaria. Algunos pasan gran parte de su vida escolar transportándose de este modo a causa de padres aprehensivos que terminan convirtiendo a sus hijos en pasivos pasajeros de la movilidad urbana. Antonio tuvo varios compañeros así, como la Ignacia, que vivía a escasas dos cuadras del colegio, pero que aún así se iba en liebre ya en quinto básico, a pesar de que sólo debía cruzar una calle, pero su padre, un hombre canoso, barbón, de lentes redondos, era un monstruo autoritario y cobarde, como gran parte de los católicos recalcitrantes picados a ingleses que pululaban por la entrada de ese colegio, cuando había kermesses, reuniones de apoderados o era la hora de salida. Pobre gente, piensa ahora Antonio, perdedores, pensaba entonces, pues él se iba solo, a pie, desde tercero, aunque a veces su padre lo acompañaba en las mañanas para aprovechar de pasear al perro, un labrador negro que habría dado su vida por ellos. Antonio disfrutaba de esas caminatas al amanecer, rodeado de una espesa niebla que blanqueaba el camino, escarchando los autos y el pasto, y en más de una ocasión hallaron tesoros tales como un reloj fluorescente que lució en su muñeca un par de años, o una figura articulada de la máscara. La cuestión es que hasta segundo básico Antonio se fue en liebre al colegio, y como cualquier usuario de ese medio de transporte escolar que se precie de serlo (o que sea del modo que se debe ser a causa de la búsqueda de aceptación cuasi tribal del asunto) tiró escupos por la ventana, gritó garabatos a los distraídos o cavilosos peatones, puso caras de burla a los conductores de otros vehículos y levantó groseramente el dedo medio a cuanto incauto lo observó desde la vereda. Horas de diversión diaria en función de la burla hacia los caminantes del estático mundo exterior, aunque ello no significaba que los de adentro constituyesen una unidad armónica, ni mucho menos cerrada. Se iban y llegaban usuarios-compañeros y así como había niños pelusa y niñas princesa, ajustados a las pautas de crianza más esteroetipadas y planas (con más de alguna excepción), también aparecían rarezas como el Felipe, que siempre, siempre, andaba con olor a peo. De todas formas era un niño divertido, una vez, mientras esperaban que las liebres se instalaran en la cancha que a la hora de salida utilizaban como estacionamiento, se les ocurrió dejar una manzana detrás de la rueda de una de ellas. Cuando la liebre retrocedió al son de "atención, atención, este coche está retrocediendo" la manzana reventó lanzando trozos verdes y blancos a más de tres metros de distancia, provocando risas cómplices de la tribu liebrera que, a todo ésto, no contaba con compañeros de curso entre sus miembros. Pero ese otro día, uno de los últimos que Antonio recuerda con claridad, hubo una fisura en la tribu, a la vez que un aprendizaje sobre al selva que es el mundo de los niños. Lo habían pasado a buscar como todos los días, después de almuerzo pues las clases eran en la tarde (aún no existía la jornada completa). El recorrido fue normal, las mismas paradas, los mismos niños y niñas, los mismos asientos forrados de cuero, los mismos juegos, parir la chancha, los pollos, el grifo, etcétera, pero ya llegando al colegio Antonio escuchó, sin aviso previo, sin anestesia alguna, en el asiento inmediatamente posterior al suyo, la devolución de Francisca, es decir, sus arcadas, luego, su vómito, y el asombro calló a todos, que observaron y olieron la nueva situación, respetuosamente al principio, burlonamente después, cruelmente, y Antonio nunca olvidará como, mientras se levantaba para salir de la liebre y las risas sonaban lejanas, mientras pisaba los restos de comida, pegajosos y resbalosos al mismo tiempo, Francisca lo miró pálidamente, desde una congoja infinita.