jueves, 24 de septiembre de 2015

NO LOGO

La enemistad se venía fraguando desde hacía tiempo. Cuando llegué a aquel lugar me di cuenta enseguida de las miradas cómplices de algunos, los murmullos, las risas disimuladas. Al principio pensé que la tensión tenía que ver conmigo, por ser tan distinto a todos los demás, así que decidí no ponerle atención al asunto. Luego, mi permanencia en el lugar fue perfeccionando mi capacidad de observación. Con el tiempo noté ciertas recurrencias, ciertos grupos cerrados entre los asistentes de la mañana y de la tarde. Incluso cierto cromatismo predominaba dependiendo del o la sujeta y su grupo de aliados, siempre con un elemento fluorescente como parte clave de la vestimenta: gafas, muñequeras e incluso, recurso supremo, calzado de última generación. Precisamente, a pesar del parecido general, todos se afanaban en defender las más nimias diferencias, en un intento de personalizar sus experiencias. 

Yo era un bicho raro, sin adscripción, e iba diariamente a lo mío, más por desafío personal que por formar parte de la cofradía allí presente. Mientras tanto, el aire se podía cortar con un cuchillo y yo no me daba cuenta de ello. Todo esto lo puedo contar ahora, años después, porque he reconstruido la historia mediante mis recuerdos y la literatura periodística de ese entonces, interesada en desentrañar el misterio detrás del desmesurado acto acaecido en el recinto.

Esa mañana comenzó como cualquier otra: me levanté, lavé la cara, preparé un plato hondo de cereales y mientras esperaba que mi digestión diera el vamos me vestí con la tenida apropiada para mis propósitos. Salí del departamento y fui recibido en la ruidosa avenida por un cálido sol primaveral, lo que me llenó de la energía necesaria. Llegué al lugar y rápidamente comencé mi ronda diaria. El sol me había energizado pero también atontado, y por error dejé una pesa sin utilizar en una zona poco recomendable. Yo ya estaba tres máquinas más allá cuando escucho un grito agudo, capaz de transmitir plenamente la aflicción de quien lo profería. Como andaba sin lentes no vi bien, pero noté que un grupo de personas se agrupaba en torno a la máquina que yo había utilizado hace un rato. Me acerqué para ver qué sucedía. Un hombre bajo pero con una gran musculatura y apretada polera de un azul fluorescente imprecaba a otro, alto y también musculoso, con gafas oscuras -a pesar de encontrarse bajo techo y con luz artificial- y vestido de rojo fluorescente.

-¡¿Qué hiciste, imbécil?!
-Nada hueón, para qué dejai ahí la hueá vo'
-Yo no dejé nada, ¡mira cómo está la Pili!

Y vaya, la Pili estaba mal, tirada en el piso y gimiendo mientras se acariciaba el pie. La pesa olvidada había caído en su extremidad mientras trataba de montar otra pieza en la máquina. Vi que se sacó las zapatillas y, horror, tenía los dedos quebrados. Al momento de la revelación se sintió un suspiro ahogado de estupefacción entre los presentes. Desde ese momento ya nadie entendió razones, el joven de rojo se lanzó sobre el de azul, rodaron por el piso y empujaron a otro hombre, bajo y musculoso también, que cayó sobre una chica vestida de azul eléctrico. Otros jóvenes, hombres y mujeres, se metieron en la pelea, defendiendo a sus amigos. Y en ese momento lo entendí todo, podía observar que la acción era puesta en marcha por dos grupos en pugna, ¿cómo no lo había visto antes? Ahora parece tan claro... No me quise quedar para ver el final de la pelea, además yo era el anónimo culpable de la disputa. Me fui a mi departamento veloz, un poco preocupado por lo sucedido, aunque con el pasar de las horas fui restándole importancia y a la noche ya me parecía una anécdota irrisoria.

Mi relajo tuvo un serio revés cuando con mi pareja vimos las noticias de medianoche, en las cuales se informó de la carnicería perpetrada en un céntrico establecimiento de la ciudad. La reportera no podía esconder su desconcierto por los hechos que narraba. Seis personas murieron a causa de las rencillas entre bandas rivales y otras 13 quedaron sumamente heridas. Sí, ese fue el día de la famosa matanza del gimnasio, el enfrentamiento mortal entre quienes usaban nike y aquellos que usaban adidas. Antes de ese día no me había dado cuenta de la importancia que las marcas tenían entre los otros usuarios del gimnasio, pues siempre lo consideré un marcador de clase y estilo que francamente no me interesaba. El fenómeno mediático que acompañó al suceso propició la aparición de defensores y detractores de la ropa de marca, generando una de las polémicas culturales más candentes del año 2015.

Nunca más abrieron el gimnasio, por ahí leí que detuvieron a sus dueños. Ahora ya no existe. A pesar de que en ese lugar todo el mundo me desagradaba la culpa me carcome. Me cuesta dormir, tengo ataques de pánico. Pero más que culpa tengo rabia de que me pasen estas cosas. Con lo que me costaba de por sí ir al gimnasio y paf, lo cierran. Lo tomé como una señal de que el ejercicio no es para mí y aquí estoy, en mi casa, lejos de las marcas, libre de verdad en este encierro, viendo tele y metido en internet todo el día: Navegar é preciso; viver não é preciso.

lunes, 7 de septiembre de 2015

ideas que escapen a la muerte

Las ideas se me disparan, voy a agarrar un lápiz y mientras lo busco se me escapan por las orejas. Eso me frustra mucho, así que dejo un lápiz al lado de mi cama, pero se me ocurren ideas caminando en la calle, en la micro e, incluso, mientras veo una película en el cine club. Para ganarle a estas escurridizas ideas decido andar siempre con un lápiz en el bolsillo, pero se me olvida que lo llevo y corro para alcanzar un colectivo, entonces revienta y mi pantalón queda con un mancha bastante sugerente a la altura de mi ingle. La vergüenza evita que vuelva a salir con un lápiz en el bolsillo, así que las ideas siguen naciendo y escapando, abriendo mi cráneo en busca de libertad. Por suerte algunas regresan, aunque debilitadas por viajes que no me cuentan, entonces cuando intento insuflarles vida en la escritura ya están desahuciadas y se instalan a morir en el papel o en la pantalla del computador. De todos modos, sigo planeando formas de atajarlas sin dañarlas: una red de cuerdas, tal vez un sistema de poleas que las atrape en el acto de escape y las baje hacia mi mano, que estará lista. Sí. 

Algunas personas dicen que debería tener un celular de última generación para escribir en él, pero con ese artilugio mi creatividad menguaría, lo sé, me entretendría jugando o sapeando a la gente, discutiendo necesades y no escribiría, que es la razón para tenerlo en primer lugar. Esa es una mala idea y la escribo aquí y ahora. Preferiría escribir buenas ideas, por eso sigo craneando un sistema para cogerlas, pero siempre con cuidado, con amor de hecho, respetuoso de su libertad. Si las quiero instalar en papeles y pantallas es precisamente para que vuelen mejor e, incluso, puedan ingresar en otras cabezas, lo que las nutriría mucho, a mi parecer. A las ideas, digo, de la gente no me hago cargo.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

qué sería de mí sin los remedios...

Llevaba seis meses sin trabajo, con el estrés diario de pagar las deudas y conseguir alimento para mi hijo, de 2 años. De repente mi cabeza hizo crac y me llevaron a la psiquiatra. Esta me dijo que para mejorarme debía consumir ciertos medicamentos apropiados para mi estado actual. Lamentablemente, ya me endeudé yendo a su consulta, pensar en adquirir los medicamentos son palabras mayores, así que me puse las pilas y encontré trabajo. Pasó un mes y recibí mi primer sueldo, que no era mucho pero estaba bueno para ir tirando, con mayor tranquilidad, aunque la receta médica se había vencido. En todo caso ya me sentía mejor, tenía trabajo y mi vida emocional estaba en armonía, pero de todas formas volví a la consulta y todo mal, al parecer estoy negando mi enfermedad, he bloqueado mi malestar, de repente voy a explotar y mi cabeza va a hacer paf, que es mucho más grave que crac. Entonces me dio otra receta y fui a la farmacia, rapidito, asustado de que me venga el paf justo ahora que todo pinta tan bien. Allí me dieron el mentado medicamento que tanta falta me hace, en palabras de la doctora. Fueron pasando los días y me puse un poco lerdo, primero boté algunos vasos, luego pasé de largo tres semáforos en rojo, arriesgando a mi familia, que quedó muy asustada y preocupada por mí. No se preocupen, que me estoy medicando, todo va a estar bien, eso dijo la doctora. La semana siguiente me quedé dormido y no llegué al trabajo hasta las doce del día, entonces mi jefe amenazó con echarme si aquello se repitiera. Pasaron un par de meses y noté que estaba gordo, había subido 15 kilos en muy poco tiempo, cómo es que nadie me avisó. También algo sucedía con mis estados de ánimo, sin explicación estaba iracundo, reaccionando exageradamente ante cualquier broma de mi mujer e hijo, llegando incluso a la violencia física. A los tres meses ya estaba solo, mi familia me abandonó y además perdí mi empleo, pero mi nuevo peso me parece saludable (siempre me acusaron de flacura crónica, ahora soy un gordo normal) y todavía me quedan pastillas, así que por lo menos de la cabeza estoy bien, eso sí, gracias doctora.