miércoles, 27 de agosto de 2014

conciliábulo

Todas las mañanas se reunían en silencio. Desde sus colchones bajo aleros de tiendas, desde sus cajas de cartón, salían y caminaban para hacerle el quite a la neblina y al frío, en pos del encuentro. El pan se guardaba de la noche anterior, la mayoría de ellos no desayunaba, ello era fundamental, de otro modo no se podría llevar a cabo la transacción. Variadas distancias los separaban de un mismo objetivo; las herrumbrosas bancas de la plaza, que estaban ahí esperándolos, húmedas, desvencijadas, pero fieles compañeras en sus vejeces solitarias. No hablaban entre ellos pero se conocían todos y todas, a fuerza de costumbre se constituyeron en familia: ellos, los abuelos, y ellas, por supuesto, las herederas, quienes se harían con los despojos de la tierra luego del final anunciado por Lorenzo Panguilef.

Cada anciano que iba llegando ocupaba su lugar. Una lenta pero eficiente procesión de desarrapados pasaba junto a las bancas, dejando a uno de sus miembros instalado en ella. No habían parejas, sólo añosas mujeres y vetustos hombres, con sus ropas remendadas, solos, siempre solos. Un olor penetrante acompañaba a la comitiva, a pesar de encontrarse en el lluvioso sur del país el agua no era un bien muy cotizado por los longevos sujetos reunidos en la plaza. 

En ésta, como todas las mañanas, el cónclave se instaló, llenando las bancas. La niebla y el humo de las estufas a leña todavía ofrecía un escenario borroso para los transeúntes, que de a poco van apareciendo, encaminados hacia sus trabajos o colegios. Ninguno notó los cachos de pan lanzados al misterio de la niebla, ni a las palomas que se lanzaron vorazmente sobre ellos. Como si de una organización secreta y exacta se tratara, los viejos y viejas arrojaron trozos de pan en el mismo momento en que el campanario de la catedral retumbó, anunciando las siete de la mañana. 

Las herederas de los ancianos, gordas, maltrechas, infectas, levantaron vuelo al terminar las últimas migas de la extraña masa. Se dirigieron en bandada, como una orquesta a cielo abierto, hacia el techo de la municipalidad y lo sobrevolaron. Eran muchas, oscureciendo el cielo, causando espanto y asombro entre los primeros empleados que entraban al edificio. A eso de las ocho, cuando el campanario sonó nuevamente, la escandalosa nube negra de aves en vuelo hizo vibrar el edificio. Otro grupo de pájaros, tiuques, bandurrias, gorriones y patos yecos, llenaba los aleros y las techumbres cercanas, expectantes. El murmullo de las alas se estaba haciendo insoportable para quienes se encontraban en el interior, los chillidos eran irritantes, agobiantes. La desconcentración masiva de empleados provocó que nadie notara la llegada del alcalde. Al bajarse del auto, gran parte de la nube se lanzó sobre él, llenándolo de picadas y mierda de paloma. Las otras, que habían quedado volando arriba, se arrojaron contra ventanas y puertas, reventándose en los pisos, paredes y escritorios de unas oficinas a las cuales tenían vetado todo acceso. Un tiuque se abalanzó sobre la cabeza del edil, llevándose dos sanguinolientas esferas.

Cuando pasó el alboroto encontraron el cuerpo del alcalde, vivo, apestoso a excremento y con las cuencas de los ojos vacías. No dejaba de aullar y maldecir a los pájaros, ni de anunciar su próxima extinción. Mientras tanto, los viejos agrupados en la cúpula de la plaza, a dos cuadras de allí, recibían al tiuque que les traía su parte: para que el alcalde nunca más hiciera la vista gorda, para que nunca más hiciera como que no existían. Ahora los vería todos los días, hasta que llegara el final -aquella promesa de ríos desbordados, lluvias diluvianas y una ciudad desaparecida bajo las aguas- y sólo quedaran las aves que comprendieron a sus abuelos, las herederas, las que por mendigar nunca perdieron su dignidad.

(Moebius)

1 comentario:

fabiancocq dijo...

que bonito, me gustó, parece un buen plan :P