sábado, 23 de mayo de 2015

El sueño de los niños

El niño estaba solo. Frente a él, un camino largo y sinuoso, una carretera borrosa a causa del calor, un horizonte indefinido. Empezó a caminar, un pie tras el otro, una sed tremenda. La carretera no lo llevaba a ninguna parte, tampoco tenía a dónde ir. La angustia comienza a apoderarse de él, bañado en sudor se pone a correr. Despierta. Era sólo un sueño, su hermana duerme en la cama de abajo, se escucha su calma respiración. Sus padres deben estar en su pieza, así que va hacia allá: no están. La cama está hecha, nadie durmió aquí, vuelve la angustia. 

–¿Papá? ¿Mamá? –pregunta a la oscuridad, no se le ocurrió prender alguna luz, la iluminación proveniente de la grúa del edificio de enfrente es suficiente, las siluetas de los muebles bastan para delimitar la ausencia. Comienza entonces una búsqueda desesperada, no estaban debajo de la cama ni en el clóset, tampoco en el baño, menos en el otro baño (que usan de bodega). Va al living: nada tampoco, debajo de la mesa, detrás del sillón, sólo pelusas y silencio. Perdiendo un poco su sentido de la realidad va a la cocina, abre todos los cajones y nada, abre el refrigerador y no hay más que comida (qué espeluznante pudo haber sido hallarlos ahí). Y es en ese momento en que, envuelto en la más absurda angustia, levanta el citófono y grita: ¡MAMAAAAAÁ!

Luego de su ardua pero infructuosa búsqueda, decidió despertar a su hermana y hacerla partícipe de sus miedos, del nuevo sino que ambos han de enfrentar juntos. 

–Mariela, despierta. –La hermana abre los ojos con sorpresa, la simple y diáfana expresión de sorpresa de cuando un hermano despierta a otro sin razón aparente en medio de la noche, sin siquiera sospechar la nueva vida que se avecinaba en el horizonte. Hernán puso a su hermana al tanto de los acontecimientos con una sólida frase: 

–Los papás nos abandonaron. –Ella abrió los ojos como platos, aunque no lloró. Probablemente no es capaz de darse cuenta de la magnitud de nuestro drama, pensó él–. Vamos a tener que ir a los pacos a dar aviso de que nos dejaron botados. Por suerte la comisaría queda cerca, como a dos cuadras nomás. Vamos mañana en la mañana. Seguramente tendremos que irnos a vivir donde la abuela. –Le decía Hernán para consolarla, dándoselas de líder ahora que estaban solos. Dependía de él mantener la tranquilidad–. Veamos tele mejor, mañana se va a arreglar todo.

Prendió el televisor de 14 pulgadas y al tiro apareció la cara de Droopy con su característica felicidad. Por suerte estaban colgados al cable, sino cómo habrían aguantado la larga espera hasta el amanecer, momento en que recién podrían hacer algo al respecto de su precaria nueva situación. Y tan bien que había comenzado el día, como cualquier otro en realidad, colegio en la mañana y luego, una tarde de tele y juegos. Un día viernes común y corriente, gritándole a los maestros que trabajaban en el edificio de enfrente las groserías que la Gina les soplaba.

–¡Pelao’ guata de sandía!, ¡No tenís poto!, ¡valís callampa! –gritaban muertos de risa Hernán y Mariela, mientras la nana disfrutaba de lo que en verdad era una cruzada personal para molestar al Johnny, su pololo. Se conocieron así, a grito limpio, piropos para acá, puteadas para allá, un odio que pronto derivó en atracción. Ese viernes habían estado pinchando a la entrada del edificio en construcción (que desde hace cuatro meses estaba monopolizando más y más la vista desde la terraza del departamento donde vivían los hermanos), mientras Hernán y Mariela jugaban pac-man 3D en los flippers que se instalaron en uno de los locales comerciales al lado de la obra.

Luego pasaron a la carnicería, por estricta orden de la mamá de los niños. 

–Hay poca plata, así que vas a tener que jugártela, Gina –le dijo a la nana. 
–Claro, aprovéchense de mi sex appeal –respondió ésta. No podía ser de otro modo, era una mujer grande y curvilínea, no tenía la cintura pequeña pero sus amplias caderas y busto le otorgaban un extraño poder sobre los hombres del barrio. Ir a la feria con ella era un espectáculo, nunca faltaba el casero baboso que le regalara la compra de frutas o verduras. La familia se aprovechaba de esto, haciendo rendir mucho mejor el presupuesto mensual. 

Pero todas estas cosas quedarían atrás, rastros de una vida pasada. Mariela se quedó dormida, Hernán no pegaría un ojo esa noche, su cabeza iba de un lugar a otro: nuevos hogares, nuevos colegios, nuevos barrios. No le gustaba el de su abuela, lo encontraba raro, una vez un niño amenazó con pegarle a pito de nada. Prefería quedarse acá, estaban al lado de la plaza, abajo había una librería y varios restoranes, el colegio estaba cerca. Era un buen lugar, ¿por qué todo tenía que ser tan injusto?

Lloraba en silencio, resignado al cambio, cuando sintió las llaves en la puerta. Se levantó rápidamente y se paró bajo el marco de la puerta de su pieza, frente a él el pasillo y la puerta de entrada. Sus padres ingresaron al departamento muertos de risa, cuchicheando abrazados y, claramente, pasados a trago. Prendieron la luz del living y se quedaron quietos, extrañados al ver a su hijo mayor despierto a las tres de la mañana.

–¿Hernán, qué haces levantado? –le preguntaron, algo divertidos de verlo ahí.
–Me desperté y no había nadie, pensé que nos habían abandonado, hasta grité por el citófono.
–¿En serio? Me pareció escuchar algo –mintió su madre, mientras se acercaba a él, mientras lo abrazaba y tranquilizaba–. Estábamos abajo, en el Café del Parque. Salimos un rato nomás.
–¿Pero cómo nos dejan solos a esta hora, no ven que es peligroso?
–¿Por qué habrá salido tan fatalista este cabro chico? –dijo el papá a la mamá, riéndose. Finalmente todos se acostaron en una apacible tranquilidad, las cosas seguirían igual. Esa noche el padre también soñó con una carretera solitaria, luego con sus deudas y después con el nuevo edificio del frente, que cubrió para siempre los atardeceres.